jueves, 26 de marzo de 2015

PARÍS EN LA NEGRURA

Días oscuros de un París iluminado,
un invierno crudo.

El viento histórico me hiela
mientras mi alma, la que creo mi alma,
implora.
Hay una línea, débil, 
apenas un esbozo, 
estela de humo en la niebla
que me ata, sin saber a qué.
Siento, sin saber qué siento, 
si es solo la quemazón del nudo, 
eso, 
lo que siento.

Y sí, yo también soy humo,
al igual que la llama me apago,
me voy,
apenas unas lágrimas en las que huir.
Me voy.

Y he olvidado amar.
La ciudad se transforma en un viejo decorado
que, ahora,
al tiempo,
late.

Hay una imagen.
¿Una imagen de amor?
¿La de otro amor, quizás?
No, no hay otro amor, 
solo es posible el amor imposible.
El que está lejos y atado,
el que no puedo tener, 
el que no puedo olvidar.
El que no quise olvidar, 
el que busqué,
el que no hallé.

Cuando las noches se hacen metálicas
me atrapa su océano de humores.
Y su ola de olvido
acalla mi existencia.

Y en el manto blanco de Versalles,
en el arco estacionado de sus fuentes
encuentro la receta para un bálsamo.
Como una pequeña flor de Bach
es la noche iluminada junto al Sena,
y antes de que nazca el hueco del olvido,
antes de olvidar o de recordar que tanto da,
antes,
un fiero vello de mi brazo se yergue eléctrico,
buscando sentir quizás,
el roce del aire que ha rozado lo que sueña. 

Y acaba.
El corto viaje acaba.

Me imagino convertirlo en un destierro, 
eterno de fugaz alegría. 
Quizás tan solo busco retrasar mi vuelta,
no volver adonde ella,
no querer que importe lo que importa. 

Solo pienso en permanecer allí,
y creerme bohemio
en la patria bohemia,
en un café, 
en una piedra.
Y no sé si por amor,
o casi por estética.

Adiós.

Mi avión, 
con su panza metálica, 
despega.

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