sábado, 2 de febrero de 2019

CREDO DE LA MIRADA

Creo en tus ojos,
no lo dudes,
creo en ellos más de lo que creí en nada.

Creo en su círculo perfecto,
en sus diferentes anillos
y en sus tonos ocres y pardos de café.

Creo en el núcleo negro de tu ojo izquierdo,
y en el negro núcleo de tu ojo derecho,
en el negro fondo de ese núcleo,
el que lleva a un alma blanca,
profunda y plana,
con algún color de esmeralda,
como el que rodea tus ojos,
como el que pinta tu mirada.

Creo en tus ojos,
porque no creo en tus gestos.
Creo en tus ojos,
porque sé que cuando no los miro,
me miran, me empujan,
a la mirada, a la creencia,
al perdón por los desaires,
al perdón por ser tuyos,
por ser los ojos de alguien,
a quien mis ojos,
mis gestos, mi credo, no le dicen nada.

Creo en lo imposible,
y se ha dicho:
en un ojo pardo,
rodeado por un verde anillo,
con una negra pupila.
Creo en ese ojo,
y en su gemelo.
Creo en ellos como creí en Dios,
en un dios inaccessible,
cruel, vengativo.
En un dios que me decían que me miraba,
siempre, immortal, evieterno.

Y así siento yo tu mirada,
eterna, cruel, permanente,
de ausencia, de desprecio.

Y así creo yo en tu mirada,
en la oculta mirada de tus ojos,
en la ocre mirada miriada de un verde imaginario,
que desdice a la voz de adiós de tu boca,
al gesto indiferente de tu cuerpo,
con una profunda y coqueta dilatación,
imperceptible, enorme,
balcón que conduce a tu piel,
a tu lecho, a tus senos.

Y así creo yo en ellos:
tus ojos, tu lecho, tus senos;
porque nunca, sin tus ojos,
existirán ni el balcón de tu alma,
ni la escala hacia tu lecho.

Porque yo creo en tus ojos.
Lo juro.
Creo en ellos porque ellos no me ven.